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domingo, 6 de marzo de 2016
6/03/2016.- Certamen Literario 2005
De esta edición podemos ver una fotos en: https://es.pinterest.com/emilianoripar/certamen-literario-2005/ El tema de este año es LIBRE Y a continuación dos vídeos correspondientes al primer y tercer premios de verso. No tengo del segundo así como tampoco de los tres premios de prosa. Finalmente se publica: El primer premio de prosa que se titula, LA SUAVE CARICIA DE SU VOZ, del que es autor Juan Lorenzo Collado Y el primer premio de verso, titulado CUARTETO DE SONETOS, de éste su seguro servidor.
LA SUAVE CARICIA DE SU VOZ
Lleva tanto tiempo sentada en esa vieja mecedora, que siempre la ha acompañado en sus ratos de paz y de soñar con sus ilusiones, que no recuerdo desde cuándo está ahí, donde sólo queda su cuerpo, mirando, si es que en realidad mira, tras la ventana, ese paisaje que no cambia apenas de un día para otro. Sin embargo, yo creo que no ve nada más que sus recuerdos, que ese paisaje que hay al otro lado de esos cristales no existe, que lo que ve es otro lugar: Los rincones donde vivió en otros tiempos una aventura, un patio donde jugaba, un escondite donde se enamoró o, quizá, necesitó llorar .
Cada día la veo sentada, con una fotografía que mi madre pone cada mañana en sus manos, sin moverse, ni tan siquiera para comer y sin hacer caso a nada, quizá en alguna ocasión una mirada o un ligero movimiento de los labios que parece querer simular una sonrisa. Tal vez nos da las gracias por esos momentos en los que le hacemos compañía sin que esperemos otra cosa que una palabra que ya no nos puede ofrecer. Mi abuela, hace tiempo que nos abandonó, sin decir nada y sin que nos diéramos cuenta de cuál fue el momento en que traspasó aquella línea del olvido o de la cercanía con su pasado, donde se introdujo sin que pudiera volver.
Cada mañana, mi madre la ayuda a levantarse, sin prisas, como si el tiempo no pasara para ellas. Me gusta ayudarla y advierto la paciencia y la ternura con la que la acaricia, siempre inunda mi cuerpo un suave hormigueo, y después la lleva cogida del brazo, tan lentamente que parecen no avanzar, hasta el baño, donde le hace un moño con su pelo gris, ya escaso, y la lleva hasta su rincón, donde la espera la mecedora, los recuerdos y su silencio.
Me gustaría volver a escuchar su voz, que vagamente recuerdo de cuando se sentaba a los pies de mi cama y me contaba, susurrando, cuentos que ahora sé que eran historias que inventaba para mí, después, un rezo corto para niños y sus pasos livianos, para no hacer ruido, alejándose del dormitorio. O por la mañana, cantando por la casa esas canciones que sacaba del fondo del saco del tiempo. Aunque, tal vez, mis recuerdos no sean otra cosa que la memoria de mi madre, de los que tantas veces me ha hablado con la misma suavidad de la voz de la abuela, y pone en mis oídos aquellas canciones para niños que hacen llegar fácilmente el sueño.
Me gustaría volver a escuchar esa voz tenue, abatida por el tiempo y el viento de la tristeza, para oír de sus labios un cuento de final feliz.
En ocasiones, mi madre me deja darle de comer, me siento frente a la abuela y le hablo, segura de que me puede oír, mientras abre la boca a destiempo para que la alimente introduciendo lentamente esa cuchara cargada de alimento que, quizá, ella preferiría no tomar. Y espero que levante la vista y se quede mirándome con esa fijeza y curiosidad con que miran los niños pequeños, aunque sus ojos se pierden en la oscuridad de unas ojeras que resaltan con el color blanco de la piel surcada por esas dunas casi transparentes que la navegan y que parecen querer absorber toda la luz del sol, la misma que escapa de su mirada y de sus labios de rojo indefinido.
Su vista se fija en sus manos inmóviles, sujetas por las duras cuerdas de acero de su mirada. Parece como si tuviera la posibilidad de viajar al interior de esa foto; a ese mundo desaparecido pero que para ella es como si estuviera vivo.
Parece que ni tan siquiera parpadea, simplemente mira ese paisaje y esa familia que está sentada a la puerta de una casa encalada y con un zócalo gris. Sus labios palpitan en algunas ocasiones, quizá por la emoción de un recuerdo o, tal vez, el reflejo de una canción que regresa del olvido y hace que tiemblen en un intento de tararearla pero sólo son mis suposiciones, o las ilusiones de que mi abuela me hable de ese niño que haya su lado en la fotografía y de quien en pocas ocasiones alguien me ha hablado. Mi madre apenas me ha contado nada de aquel niño que hacía las delicias de todas sus hermanas y que murió siendo pequeño. A mis tías tampoco les he escuchado apenas algo: sólo era nuestro niño. Un niño cuyo recuerdo está escondido en un desván como la vida de mi abuela. Un desván a través de cuyas desvencijadas ventanas se filtran los primeros rayos del sol de la mañana dejando a sus ojos contemplar esas hadas diminutas que se mueven presurosas escondiéndose entre las motas de polvo. Algunas veces te miran a los ojos y es el momento de pedir un deseo. Quizá algún día una de ellas se detenga un instante frente a mí, descubra el color de sus ojos y pueda pedir mi deseo.
Cuando la miro desde algún lugar de la habitación y distingo, en la penumbra, su silueta, donde se destaca la nariz y el brillo de esa piel arrugada, tanto que parece caerse, por haber caminado por las sendas que han marcado los relojes, que nunca han dejado de girar, incluso sin que haya visto sus incansables agujas dar vueltas, sin otorgar el lujo del más mínimo mareo, para no dejar ver las marcas de las gotas de lluvia hasta que han horadado el rostro. Y ella sigue con la cabeza gacha como si durmiera, pero con esos ojos que parecen la única parte incasable de su cuerpo mirando todo el día más allá de la pared encalada de la fotografía, entrando en las vidas de aquellas personas de la foto por medio de la mirada perdida de alguno de ellos.
Tal vez, viaja cruzando esos mares que nunca ha conocido, caminando sobre las olas azules sin un fondo en el que hundir sus pies, o atraviesa los campos de espigas y amapolas que confunden su horizonte con el azul del cielo y lo hace acompañada por su niño, ese que un día murió dejando sus huellas en un rincón de su cerebro y que siempre ha estado en el presente de su vida para que acaricie su pelo cada mañana. No sé qué pasa por su cabeza cuando la miro pero siento que la tristeza sigue siendo invencible y que antes o después consigue poner su estandarte en lo alto de nuestros muros. Y la abuela huye de eso, de la realidad, y deja que su mente sea feliz con su pasado.
Ahí está mi abuela, con esas manos suaves y blancas como una flor de loto que asciende del estanque que fue su niñez, donde probablemente estén exiliados sus pasos encaramados en un patinete de madera o balanceándose en un columpio que el tiempo ha sido incapaz de envejecer como su cuerpo. y flota hasta el crepúsculo en el que nunca caen las hojas de los árboles aunque sea otoño, sin apartar las manos de su falda, como las de los mendigos en un día de desesperación y hambre.
Ese trozo de papel es el enlace entre ellos: mi abuela, que mira aquel instante grabado en una fotografía y el niño que está feliz a su lado, sujeto por su mano, y que un día se separaron sin haber olvidado nunca que tienen una cita.
Al mirarla cuando anochece y su figura es sólo una sombra oscura cuya silueta se funde con el cristal de la ventana, como si fuera un grabado, su mejilla parece una hoja seca que la más leve brisa hará volar por el campo convertida en polvo, me veo como ella, sentada mirando a la nada y siento miedo del tiempo. Pero me gusta acercarme a su lado y, con los ojos cerrados, apreciar el tacto de su piel mientras siento su voz musitando una nana que acuna mi sueño.
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