Los trabajos que se va a publicar a continuación son:
El primer premio de prosa que se titula UN BUEN LUGAR PARA VIVIR y cuyo autor es José Agustín Blanco Redondo
Y el primer premio de verso, de título LA LLAMA DEL AMOR, obra de Alfredo Macías Macías
UN BUEN LUGAR PARA VIVIR
. Año 1830 antes de Cristo
Estaba agotado. Había partido al amanecer de las estribaciones de la Sierra de la Atalaya –iba adjudicando nombres mentalmente a todos los lugares con los que tropezaba- y necesitaba ya descansar. Observé los alrededores y decidí que la umbría del cerro –podría llamarle Padroncillo- sería un buen lugar para pasar la noche. En el cielo, el crepúsculo se apagaba tras los montes, en una rasgada confusión de rojos manchados de añil. Me despojé del arco y del cinturón de cuero que sostenía mi puñal y ascendí unos pasos para reconocer la ladera. Debía apresurarme para hacer acopio de ramas secas de coscoja con las que encender un fuego. Las noches eran aún muy cortas, pero en estas sierras el frío descendía como las manadas de los lobos, en silencio, emboscándose tras las rocas, siguiendo el rastro del ser humano, del olor de su carne, en una ancestral búsqueda de su sangre y de su vida.
Y así, protegido por el vigor de una lumbre cuyos rescoldos no se apagarían hasta el amanecer, intenté conciliar el sueño con el recuerdo de mi mujer, Salvia, y de Risco, nuestro único hijo y la razón por la que había decidido emprender este viaje. Sabía que ambos me esperaban demasiado lejos, en nuestro poblado de la llanura, en un duermevela cuajado de paciencia e incertidumbres...
El cielo se desteñía ya en los cansados ocres del amanecer cuando el gorjeo de un mirlo me despertó. Sentí entonces un hambre atroz. El crepitar de mis tripas me obligó a sacar del morral los últimos pedazos de tasajo de cabra. Los engullí con ansia tras masticar su correosa textura. Una vez saciado, acaricié inconscientemente mi honda de esparto y sonreí. A partir de ahora debería cazar para sobrevivir, pero eso no me preocupaba. Me consideraba un experto arrojando piedras sobre cualquier animal en movimiento y no tardaría en practicar con alguno de los conejos que medraban en estos montes de romero y espliego. Descendí por la ladera para internarme en una senda -seguramente hoyada por las correrías nocturnas de zorros y linces - que moría en los zarzales encaramados a los ribazos del Arroyo de la Vega. Me entristeció asomarme al cauce que se retorcía en busca de aquellas sierras tras las que ahora nacía el sol; un cauce sepultado en polvo, en limo reseco, agrietado y entreverado de charcones oscuros trocados en revolcaderos de jabalíes y en criaderos de mosquitos y enfermedad.
Caminé buscando la sombra de los fresnos hasta que lo escuché. Sí, por fin, el sonido que más había anhelado durante todas estas noches acudía a mis oídos. Estaba seguro, no podía tratarse más que de ese rumor especial, único, deseado. El rumor de la vida... Pude ver cómo el cauce del Arroyo de la Vega se entregaba a otro preñado de piedras que descendía del sur y sobre el que se deslizaba el agua en una vigorosa y cantarina orgía de espuma y frescor. Corrí hacia la junta de los dos cauces, me arrodillé y sumergí durante una eternidad mi sudorosa cabeza en una de las pozas. Pero no fue suficiente. Me despojé del arco y del cinturón para introducir todo mi agotado cuerpo en el agua. Estaba fría como la nieve, pero no me importó. Este descubrimiento no hacía más que confirmar los augurios de los Dioses. Me encontraba en el buen camino, el camino que el viejo hechicero de la tribu tuvo a bien confiarme sólo dos anocheceres antes de morir. El sendero que me conduciría hasta el remedio que sanaría los males que afligían a mi pequeño Risco...
Estaba ya muy cerca. Lo presentía. Una fuerza extraña, como irreal, me animó a seguir por la ribera del río, siempre aguas arriba. Cuando quise darme cuenta, todo a mi alrededor se había vestido de penumbra y silencio, como si hubiera penetrado inconscientemente en un mundo remoto, mágico, quizás en el misterioso hogar de alguna divinidad desconocida para mí... Me detuve unos instantes para reflexionar. Debía estar preparado. Tal vez me encontrara rodeado de peligros; inmerso en alguna trampa que era incapaz de detectar, en una tela de araña invisible de la que no podría escapar jamás... Todo era muy extraño, la oscuridad, el silencio, aquel aromático frescor que me embriagaba... Me preparé para lo peor: un sorpresivo hechizo, una emboscada... Comprobé el estado del arco, afiancé mi puñal en su funda de cuero y avancé despacio entre la maleza. Me resultaba imposible acostumbrarme a aquella tupida arquitectura vegetal que me envolvía, que parecía observarme con sus ojos invisibles y cercanos, quizás con ánimo de capturarme. Los fresnos, arces y quejigos formaban una espesa bóveda que lograba tapizar mis pasos tan sólo de sombras y helechos. No volví a ver el sol. Parecía como si su luz apenas importara en aquel derroche lujurioso de tonalidades verdes con fragancias de madreselva...
Ahora el río se ensanchaba formando un estanque de modestas dimensiones. Las ramas de los sauces rozaban la lámina de agua; una lámina que se quebraba al azar por el movimiento de unos peces de reflejos plateados –jamás los había visto antes- que sólo parecían afanados en devorar las larvas de las libélulas. No pude entonces sino recordar aquella enigmática revelación que me confió el hechicero tras examinar las entrañas de una cabra recién parida: “casi al final de tu camino tropezarás con el lago de las truchas”. Sonreí levemente: había acertado con el camino y así era como se llamaban aquellos peces...
Pero ahora debía continuar remontando el curso del río. No existía senda alguna que me facilitara la marcha, por lo que cada paso que daba suponía enfrentarme a un obstáculo: un árbol caído, ramas y piedras formando empalizadas casi verticales, troncos de árboles dispuestos caprichosamente a modo de inexpugnables murallas... Al final opté, en los trechos más hostiles, por vadear el río y continuar por la otra orilla. Todo era demasiado virgen, demasiado salvaje. Me enorgulleció pensar que yo, Albar, un atezado guerrero de la llanura, quizá fuera el primer ser humano que exploraba aquellas tierras, que pisaba el musgo de aquellas rocas milenarias; el primer hombre que lograba disfrutar de tanta belleza. Y el primero también en sufrir -soledad, temor, obsesión... - las consecuencias...
La pendiente comenzó a ser más acusada. Levanté la mirada al mezquino horizonte y pude vislumbrar, entreverada de maleza, una claridad que ya creía olvidada para siempre, sí, la claridad del sol. Intenté correr hacia ella, alcanzarla antes de que se desvaneciera, pero los tropiezos, las caídas y todos esos obstáculos que el destino hacía medrar en mi camino, lo impidieron. Reposé entonces mi mente en el regazo de la sensatez y avancé despacio, con paso firme, convencido de que sólo así lograría alcanzar la salida de aquel túnel angosto horadado en una selva imposible, donde el tiempo parecía mantenerse distante y la cordura ausente. Un túnel que intentaba engullirme en sus fértiles adentros, confundiéndome en su ancestral brebaje de umbría, sudor y miedo...
Pero, por fin, volví a ver el sol. Un sol que ya había abandonado la verticalidad del mediodía para mecerse indolente en los peldaños de la tarde. Aliviado, cerré los ojos y respiré profundamente. Merecía un descanso, pero decidí continuar. Sabía que estaba culminando mi viaje. Una débil neblina de agua fresca me acarició el rostro, empujada por la suave brisa del sur. Una brisa que, además de esas gotas en suspensión, trasladaba el cercano estruendo del agua al precipitarse –entonces no podía imaginar cómo- sobre las rocas. Sólo el tiempo resolvería mis incertidumbres. El tiempo y los Dioses. Unos Dioses que se empeñaron en unir sus fuerzas para asombrar a los mortales con un espectáculo que mi mente, al descubrirlo, se negó a admitir como real...
El valle se cerraba en un inaccesible acantilado rocoso. Desde la distancia me pareció roca albariza y blanda, roca de cal, tan abundante en los cerros cercanos a mi poblado de la llanura. El río nacía de una cueva colgada a una altura de más de un centenar de hombres y se despeñaba en una caprichosa sucesión de cascadas y pozas. La alianza de los Dioses de la Tierra y del Agua había hecho un buen trabajo. Me estremecí al contemplarlo y no pude sino sentirme culpable; culpable por perturbar con mi presencia la pureza y la atávica hermosura fraguada en la soledad de aquel inhóspito valle...
Pero ahora debía darme prisa. No tardaría en hacerse de noche y antes quería recolectar todas las hojas de grasilla que pudiera hallar en los aledaños de las cascadas. Recordé la sonrisa de mi pequeño Risco. Sufría una extraña dolencia que se agudizaba durante las primaveras lluviosas. Era como si una opresión en su pecho le impidiera respirar. Yo sufría de impotencia ante sus cada vez más frecuentes crisis. Y el remedio se encontraba - así me lo había asegurado el hechicero-, en el interior de una humilde planta que sólo crecía aquí, en las húmedas profundidades de este valle.
En las grietas y cavidades salpicadas de agua abundaba la grasilla. La reconocí de inmediato gracias a su flor azulada rematada en un espolón. Recolecté parte de sus hojas verdes y viscosas –no quería dañarla en exceso-, porque allí era donde residía su poder sanador. Gracias a la benevolencia de los Dioses, en la base del roquedo encontré las plantas suficientes para llenar de hojas el morral.
Pasé la noche, con el insomnio agradeciendo el calor de la lumbre, en un claro cercano al río. El mirlo que me despertó la mañana anterior – estaba seguro de que era el mismo-, volvió a hacerlo ahora, encaramado a la rama más alta de un avellano. Me desperecé, comprobé el estado de las hojas atesoradas en el morral y sonreí. El crepúsculo aclaraba ya de gris y malva el cielo sobre las paredes orientales del valle. Con la mirada absorta en las fauces de la cueva que alumbraban el río y el corazón reposando en el recuerdo de Salvia y Risco, me sentí, durante unos instantes tan breves como mágicos, el hombre más feliz del mundo. De aquel escondido mundo colmado de fertilidad, de vida, de generosidad. Río Mundo. Sí, sería un excelente nombre. Puede parecer extraño, pero antes de emprender el camino de regreso a mi poblado de la llanura, ya estaba deseando retornar a este valle. Quizás fuese éste un buen lugar para vivir el resto de nuestros días...
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LA LLAMA DEL AMOR
Yo que veo a mis hijos cada día,
en el dulce resplandor de la solana
y preparo con mi esfuerzo y mi fatiga,
mi pasado, mi presente y mi mañana...
Yo que tengo a la amante compañera,
con su dulce presencia enamorada
y laboro en las lindes de las eras,
con denuedo hasta el fin de la jornada...
Y transito la azul algarabía,
junto a mis nietos, sus nombres en mi almohada
y reúno a la familia en noche fría,
en la casa solariega y encantada...
Yo que le rezo al dios de la poesía,
con la tiza generosa de mi verso
y en las noches de luna y alegría,
doy las gracias a la vida con un beso...
Porque la vida es pasión y yo la veo,
contemplando el tiempo del presente,
la familia, semilla del deseo,
la llama del amor, allá en la frente...
Y el recuerdo de todo lo pasado,
aún me alcanza la pena, todavía,
los tártagos del corazón cansado
y el sentimiento repleto de armonía...
Y esa esfera de luz enriquecida,
cuando se aspira todo lo sagrado
y sabemos del fulgor que dá la espiga
y los surcos que forman el arado...
Y la cosecha que llega agradecida,
como un maná que nos presenta el cielo,
para darle las gracias a la vida,
por alcanzar los frutos de un anhelo...
Las horas fijan su reloj de arena
y nos llega la fatiga a la memoria,
las horas tercas de la dura pena
y el leve alivio de la tibia noria...
Y esas vendas de dolor amargo,
para las semblanzas del olvido,
cuando decimos adiós y un sin embargo
y perdemos al querido amigo...
Y entonces tu familia es tu refugio,
amenazado por el cruel letargo,
te inventas un ardid, un subterfugio,
para obviar ese dolor amargo...
y hallarás un aliento en tu desgana
y huirás de la sombra del fracaso,
porque vendrá a tu vida una mañana,
la alegría en el rincón del vaso...
Y al mirarte en el fondo del espejo,
tus hijos serán tus eslabones
y no serás, ni te verás tan viejo
y sentirás mil nuevas emociones...
Cuando veas a tus nietos a tu lado
y sientas ya su aliento en tu cabeza
y unas lágrimas resbalen por tu ojos,
repletas de una dulce sutileza...
y te digas, por fin, todos unidos,
navegando en la misma barca,
hacía un destino tal vez desconocido,
pero sentados juntos en la misma plaza..
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