domingo, 6 de marzo de 2016

6/03/2016.- Certamen Literario 2009

Hay fotos que se pueden ver en:
https://es.pinterest.com/emilianoripar/certamen-literario-2009/
Hay un vídeo de todo el acto que se puede ver a continuación.

El tema de este año es LIBRE

El primer premio de verso se pudo comprobar posteriormente que no cumplía las base porque no era inédito, se trataba de una adaptación de otro trabajo ya premiado en otro certamen, es por eso que los textos que se van a poner aquí serán:

El primer premio de prosa ELLA NO ESTÁ SOLA, de Concepción Galindo Pedrosa

Y el SEGUNDO premio de verso, con el título EL VIEJO VERANO, original de Andrés Francisco Rodríguez Blanco





ELLA NO ESTÁ SOLA
Albert Einstein
"El amor por la fuerza
nada vale, la fuerza
sin amor es energía gastada en vano".


De una pequeña casa de la  calle Huertas salió un hombre pálido a las seis de la tarde, por un momento fantasma andante, hasta que la luz tenue de la última hora del atardecer derrotó ese aspecto funesto que caracteriza la agonizante fatiga de una jornada de trabajo. La cara, macilenta y amarga, consumida por el cansancio y la pesadumbre, se le hundía en un mostacho medio cano y mal trazado. Las manos le caían aleteantes y flojas. Era invierno; a esa hora Riópar está en penumbra. La oscuridad baja pronto desde las montañas que la rodean. De las casas salían olores pardos de grasas y de especias que se unían en el cielo con el humo de las chimeneas. Pucheros cociendo al amor de la lumbre desprendían vapores dulzones, esperando a los hombres para la cena. En el lado opuesto del pueblo, caminaba lentamente Gerardo Pérez, el cabrero, dejando cada animal con su amo.   Recogía las cabras a las ocho de la mañana y las conducía al Coto para que pacieran. Todos los días regresaba al pueblo a las seis en punto de la tarde, cuando tocaba la sirena de la fábrica y lo obreros empezaban su jornada de descanso, o de cambio de trabajo, porque todos los trabajadores de la Industrial tenían un huerto para autoabastecerse de productos hortícolas, una ayuda que paternalmente les concedían los dueños de la misma, un apoyo a la escasa economía familiar.
Las calles, empedradas, delataban pequeñas obras de infraestructura. A lo largo de ellas habían abierto zanjas para instalar la red de alcantarillado. Los polvorientos escaparates casi vacíos de las tiendas evidenciaban la restricción económica  de la España profunda de los años sesenta. Cerca de la Plaza, tan sólo un comercio lucía levemente un panel de neón parpadeante en el que se podía deletrear: "Joyería Rubí". En el lateral derecho de la puerta brillaba una placa de latón, grabada por Crisantos, en ella se informaba textualmente: "Si no puedes pagar, no entres. Aquí no fiamos. Gracias amigo.
Honorio, un detective hellinero casado y afincado en Riópar,  bajaba pausado por la Travesía de Los Plátanos, siguió por el Paseo de los Plátanos y giró por la calle Valencia. A la altura de la joyería se paró a observar a los viandantes; con cautela se acercó al hueco acristalado para escudriñar su interior;   había un señor solo. Entró. Era el dueño, quien con parcas palabras le entregó un sobre. Honorio lo abrió con dilatada parsimonia y con un gesto de cabeza asintió. Salió del comercio apresurado.
Al llegar a su casa, el investigador se remoloneó en un sillón con un vaso de whisky en la mano. El whisky y los puros habanos eran sus dos pasiones. El trabajo y la mujer eran una misma cosa: monotonía  y desazón. El trabajo, más que satisfacción, le traía distanciamiento con sus paisanos; a la mujer no podía darle todo lo que se merecía. No la pudo llevar de viaje de novios a Tus; en doce años de matrimonio tampoco la había podido llevar ningún verano de vacaciones. Ella quería conocer Benidorm; con este fin trabajaba en la fábrica en la sección embalaje. Sólo había podido regalarle un abrigo sintético, imitación a visón, hacía dos años y aún estaba pagándolo a plazos.
Bebió un trago, dio una calada al habano, y al exhalar una columna de humo blanco maloliente que se alzaba hasta el techo, sus ojos sanguinolentos giraron y se perdieron mirando el sobre que le había entregado el joyero. Su imaginación voló a la velocidad del rayo hacia el verano. Si el resultado de su trabajo era convincente, con el dinero que recibiera del joyero podría terminar de pagar el abrigo y llevar a su mujer de vacaciones; incluso podrían salir del polvo, del olor a metal y de la rutina de Riópar y trasladarsen a vivir a otro lugar. No quería dormirse ni distraerse de esos pensamientos; quería ver cuajados esos propósitos, ennoblecer esos sentimientos de progreso que lo envolvían; tenía que poner los cinco sentidos para lograr la eficacia que el trabajo requería.
Madrugó. Quería comenzar a investigar a la joyera cuanto antes. Era sábado. La mañana despertó gélida y soleada. La ausencia de niebla le garantizaba poder seguirla con más comodidad y de largo. Con paso rápido, su instinto lo llevó hacia el bar de Manolo; la ubicación de éste, chaflán calle Valencia - P° de los Plátanos, le permitía ver a la señora cuando saliera de su casa y saber qué dirección tomaba. Pidió un "tewi doble" (té con whisky). Como siempre que pedía esta consumición, el camarero relajó  la boca con  una sonrisa amplia y le dijo:
- Esto sí que es amor al elixir. Pronto empiezas a besarlo. Por el rabillo del ojo percibió la salida de la joyera. Apuró el vaso de un trago; pagó y se colocó en la puerta, dispuesto a observar los movimientos de la investigada.
Había seguido a la consorte toda la mañana y ésta no había perpetrado nada que llamara su atención: entrar en la carnicería de Valentín  y salir con una bolsa, entrar en la panadería de Luciano y salir con pan, entrar al estanco, donde venden no sólo tabaco sino de casi todo lo que pidas, y salir con varias bolsas. En la Cruz de los Caídos se encontró con unas amigas, tan coquetas y repipis como ella. Con el periódico tapándose la cara se aproximó a ellas. A duras penas escuchó que quedaban a tomar café y pasteles después de comer en el bar de Manolo, mientras sus maridos echaban la partida. Por su ubicación fisgona, era el café más visitado del pueblo.
Ningún comportamiento justificaba los celos del marido.
Ante tanta naturalidad y orden, a Honorio se le languidecieron todos los anhelos que había proyectado la noche anterior. Intensificado por la claridad del día, con gesto de aflicción, el desaliento se le extendió desde los brazos hasta los hombros y se le bajó por arterias y venas hasta los pies, en una sacudida convulsiva y feroz. Pero, aunque sus quimeras habían caído en la sima más profunda de su alma, tenía que reponerse de su fiasco y continuar la exploración de los hábitos de la dama.
Con expresión conspiradora, a las tres de la tarde llegó a la plaza de Luis Escudero y se sentó en un banco, ocultando su figura tras la enyesada baranda blanca que rodeaba la plaza. Ningún transeúnte lo vería, pero él tenía a la vista la puerta de joyero y la del bar. Rascó una cerilla en el banco y encendió un habano. ¡Cómo echaba de menos un whisky! Enseguida vio entrar en el establecimiento a varias señoras, entre ellas la joyera. No sabía de qué hablaban, pero los gestos, el movimiento de las manos y las risas señalaban el grado de complicidad de las amigas y el júbilo del momento.
A las dieciséis cuarenta y cinco salieron; cariñosamente se besaron y se despidieron hasta el día siguiente. Inesperadamente algo rompió su razonamiento: no volvía a su casa, se marchaba sola y giraba por la calle del Pilar. Desde un ángulo de la ciudadela la vio meterse en el Cine Arias. Se quedó sorprendido. En ese momento no sabía qué evento había allí. El local era utilizado por lo jóvenes para representaciones teatrales, por los escolares, dirigidos por el profesor D. Juan Pedro García Larrosa, para actos culturales, y por el dueño del cine, D. Emiliano Valdelvira, quien, ayudado por sus tres hijos, realizaba proyecciones cinimatográficas. La siguió, confiando que este fuera el paso en falso que llevaba esperando todo el día. Oscuro y de poco público, el cine se prestaba a ser el lugar de reunión de los supuestos amantes. Se fijó en la cartelera: cine de terror:"Psicosis". ¡Mala suerte la suya!, ni siquiera  podía distraerse y relajarse mientras aguardaba. Mejor para mí, pensó; así no me despistaré. Dio la última calada al habano, apagó la colilla y compró la entrada. Pasó al cine; ya estaban poniendo el Nodo: Franco inaugurando un pantano. La penumbra le hacía titubear, hasta que distinguió a duras penas la silueta de la joyera. Estaba sola, con la cabeza apoyada en la butaca. Se situó en la última fila del cine, detrás de ella, y espero.
Comenzó la película. El poder de sugestión de la música le hacía estremecerse; las imágenes le provocaban disgusto, repugnancia, pavor. En la historia todo era inquietante. Desde el mismísimo comienzo se iba dando a entender que algo horrible va a suceder. La voz en off, los primeros planos del dinero y del ojo de Norman, la caída de Arbogast... lo horrorizaron. Empezó a bostezar. Sus manos se agitaban nerviosas buscando un habano y un trago. No podía hacerlo. Se le escapó un suspiro de conmiseración hacia él mismo. La espera de los 109 minutos que duraba la película era insoportable. Ella seguía sola. Se le cerraban los ojos de abatimiento y desasosiego.
Debí haber dado alguna cabezada en el transcurso de la película, porque miró hacia el lugar en el que estaba sentada la dama investigada y contempló absorto que la señora no estaba sola. Había alguien a su lado. La penumbra era densa y no conseguía ver demasiado. Sólo distinguió que era alguien más alto que ella, que llevaba el cabello recogido y que un pendiente le colgaba, brillante, en su oreja. Intuyó que se trataba de un hippi de Visa de Oro o que despilfarrara elegantemente el dinero del cornudo marido. No era necesario ver sus rostros para saber la atracción que sentían. Sus besos apasionados, profundos y largos evidencian la concupiscencia entre ambos. Se mantenían unidos, sin dejar de hacerse caricias. Cuando no lo besaba ella, el hombro de él era la almohada sobre la que ella reposaba la cabeza. Otras veces él estrechaba con su brazo los hombros de ella. No había dudas: él era el dueño de su corazón y de su cama.
Faltaba poco para terminar la película. Decidió esperar fuera. Frente a la puerta del cine había un callejón estrecho. Se escondió allí para pasar inadvertido. Sacó la máquina del bolsillo de la gabardina. Sólo necesitaba un par de fotos para ponerse a investigar al amante. Se felicitó por la eficacia de su trabajo. Cuando llegara a su casa lo celebraría con un habano extra un buen whisky y una fiestecita íntima con Leila. Tenía bastante abandonada a su mujer; estaban cayendo en la desidia y en la rutina. Esta noche se resarcirían; le hablaría de los planes que tenía para cuando recibiera los exuberantes emolumentos de este trabajo. Ya salían, cogidos del brazo, alegres, haciéndose arrumacos. Se apoyó en la pared para sacar las fotos, que serían el billete para su progreso. Encuadró.
Fue a disparar y... abatido se desplomó. El universo cayó sobre su cabeza. La sangre se acumulaba en su estómago. Una niebla densa le turbaba la vista.
Estaba mareado. Sentía ganar de vomitar. No podía ser. Estaban besándose ante sus ojos la joyera y su amante, su mujer.

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EL VIEJO VERANO

Las ausencias deshacen su equipaje desnudo.
Los besos, como pájaros,
guardan restos de sol en las cornisas
del labio y la mirada.
Y el viento se ha cambiado el apellido
a ver si así su voz no azuza el hielo
que insiste una vez más
y sin descanso.

Nadie sabe por qué
se han metido en el fondo de la casa,
tras el armario viejo,
las canciones alegres de la radio.
Ni por qué las cortinas ya no pueden abrirse.
Y hay poca luz, muy poca.

Decidle con urgencia a vuestros dioses que dónde están, que si han huido.
Y si es que sí, decidles que nos dejen
el ciclo de estaciones en herencia,
que nos lo manden pronto, porque
aquí llevan los árboles desnudos mucho tiempo,
demasiado,
y otras cosas también.
Que hace frío en las noches a pesar
del calor de los cuerpos. Que los libros
lo cuentan pero,
salvo los más ancianos, nadie
recuerda haber vivido en esta tierra
un invierno tan largo.
Preguntadles
si se han marchado ya de este naufragio
con sus otros iguales, de este tiempo sin sueños,
a mirar desde arriba cómo llega la escarcha
al centro de estas vidas
mientras gozan sus glorias altivos y distantes.
Y si os dicen que sí, que no van a volver
definitivamente,
bajad aquí que esperan muchas manos vacías
de muchos otros dioses,
muchas manos abiertas.
A ver si en ese abrazo
de nuestra sola carne y nuestra esencia sola
logramos que regrese,
que inunde nuevamente la luz de nuestros ojos
aquel calor perdido de otro tiempo,
aquel viejo verano.

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